Por Fabrizio Reyes De Luca 
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 29 de octubre de 2025 
 
 Dado que no hay escuelas de presidentes en América Latina, todo mandatario que llega al poder tiene que pasar por una curva de aprendizaje que se caracteriza por: I) Intento de implementación de ideas profundamente arraigadas; II) El tortuoso proceso de tanteo y error; III) La evaluación y corrección; IV) El aprendizaje y mejora progresiva; V) La acumulación de experiencia y comprensión del aparato estatal; y, VI) La madurez y pericia presidencial.                                                                                                            Dependiendo de la cultura, instinto, capacidad de aprendizaje, habilidad ejecutiva, humildad de carácter y pensamiento, y disposición a cambiar, la curva de aprendizaje se tornará corta, larga o infinita.                                                                                                            De un tiempo a esta fecha, se ha desatado un culto a la “novedad” que intenta desafiar a la clase política tradicional, bajo la promesa de cambios rápidos y fáciles, y de bienestar social sin sacrificios.                                                                                                            Sin embargo, cuando la novedad choca con la compleja realidad de gobernar, la falta de experiencia se traduce en costos tangibles que afectan la vida de millones de ciudadanos, al tener que pagar el precio de elegir a políticos que tienen que transitar por la inevitable y compleja curva de aprendizaje que suele tomar tiempo, costos económicos, y pérdida de capital político y social.                                                                                                            A menos que sea un líder excepcional, el ímpetu de un inexperto tiende a: I. Sobredimensionar la certeza de sus ideas; II. Sobrerreaccionar o petrificarse frente a problemas complejos; III.                                                      Improvisar iniciativas poco analizadas y ponderadas; IV. Permitir que sus instintos y prejuicios se impongan al sentido común y a la razón; V. Caer en la complacencia de que todo va bien; VI) Forzar resultados rápidos y apresurados; VII) Subestimar e ignorar las críticas; viii. Creer que se puede sólo; IX) Cantar victoria en forma apresurada; y, X. Subestimar la fuerza de la visión y del plan.                                                                                                            Una combinación de todo lo anterior, puede llevar a los gobernantes nóveles a caer en trampas de juicio y de conveniencia coyuntural que terminan sacrificando su legado histórico, por beneficios transitorios de una  supuesta imagen positiva.                                                                                                                         Las trampas más comunes en América Latina, suelen ser:                                                                                                                        1) La trampa de la popularidad, cuando se suprimen reformas de beneficio a mediano plazo, por políticas de cortoplacistas, de efecto y beneficio inmediato para realzar la imagen de un líder. Este intercambio de reformas por popularidad tiende a dejar a los presidentes al final, con pocos logros y sin la popularidad por la que sacrificaron las reformas.                                                                                                            2) La trampa del pasado desastroso, que lleva al gobernante a satanizar todo lo que se hizo en el pasado y a pensar que el avance del país inicia con su gestión. Esto lo lleva al error de intentar iniciar todo de nuevo y abandonar la continuidad de las políticas de Estado, con lo que se pierden valiosos años de experiencia y de logros gubernamentales difíciles de recuperar; aunque está claro, que con solo montarse en los logros pasados, se gana tiempo, se aceleran los proyectos y se tiene la posibilidad de exhibir una obra de gobierno para la posteridad.                                                                                                            3) La trampa de la campaña permanente, que hace que los gobernantes se conviertan en candidatos perpetuos, imposibilitando que se exprese el jefe de Estado, lo que conduce a la recurrente exposición política, en detrimento de la dinámica administrativa cotidiana y de la buena gestión gubernamental. Esto tiende a estresar la administración pública y a desviar la atención de la burocracia de objetivos puramente gerenciales, a metas de carácter político electorales, con lo cual se tiende a la dispersión del gobierno y a bajar la calidad de la gestión.                                                                                                            Pero en un mundo en cambio permanente, no toda experiencia es aplicable a situaciones nuevas. Existen dos tipos clásicos de experiencia: a) La experiencia pétrea, que solo se alimenta del pasado; y, b) La experiencia curiosa del estudio y del aprendizaje permanente.                                                                                                            La primera, anclada en el pasado, tiende a repetir errores y a no advertir los problemas futuros.                                                                                                            La segunda, debido a que está en contacto con lo nuevo, puede interpretar mejor las complejas corrientes que le dan forma al nuevo mundo, y encarar con mayor destreza los desafíos de una realidad cambiante y llena de incertidumbres.                                                                                                            Aunque el mayor drama sobre la experiencia de gobernar en nuestra región, (especialmente en sistemas electorales con cláusulas pétreas de no retorno), es que justo cuando los presidentes terminan de aprender, tienen que salir del poder, dejando a la sociedad a expensas de políticos inexpertos, lo que lleva a comenzar de nuevo el ciclo de aprendizaje, que obliga a que el nuevo presidente inicie la curva desde el principio, otra vez.                                                                                                            Entonces, se corre el riesgo de que la experiencia ganada se pierda cuando se cambia el gobierno, lo que obliga a que se vuelva a iniciar el ciclo. Y de inmediato surge la pregunta:                                                      ¿Está la sociedad dispuesta a pagar el precio de la curva de aprendizaje, en aras de apostar por la novedad?                                                                                                            Y surge la pregunta obligada: ¿En manos de quién vamos a dejar el reto de enfrentar una de las                                                      etapas más complejas de nuestro país y de la humanidad? ¿A quién le daremos la responsabilidad de hacer las reformas y los cambios que produzcan un reacomodo inteligente que nos permita sobrevivir y salir airosos de estos desafíos sin precedentes.                                                                                                            "En América Latina no hay escuelas de presidentes. Se llega al gobierno por los caminos más diversos y después hay que aprender en el vuelo" (Julio María Sanguinetti, ex presidente de la República Oriental del Uruguay).                                                                                                            Si algo debemos aprender de la advertencia del presidente Sanguinetti, es que gobernar una nación, especialmente en tiempos difíciles, no debe ser un espacio para “aprender en el vuelo” a costa de los ciudadanos.                                                                                                            Un pueblo sin autoridad se aproxima al anarquismo y una sociedad que no obedece es un colectivo que anda como oveja descarriada. La autoridad no es imposición, es dirigir y orientar a los grupos humanos.                                                                                                            Al que le corresponde ejercer la autoridad, también es necesario que la conquiste. Esto se logra cuando aquello que se dice o que se ordena, corresponde a lo que se hace. La autoridad hay que ganarla, en un primer momento y luego mantenerla. La autoridad no solo consiste en dar órdenes, es -además- corregir errores, crear y aplicar normas, valorar esfuerzos y resultados.                                                                                                            La autoridad racional se basa en la capacidad y ayuda a desarrollarse a la persona que se apoya en ella. La autoridad irracional se basa en la fuerza y explota a la persona sujeta a ella. El ejercicio de la autoridad y la obediencia se alimentan con el diálogo y requieren una refinada pedagogía, ya que es la mejor mediación y favorece una buena relación.                                                                                                            El diálogo favorece mucho la capacidad de escuchar, haciéndonos más tolerantes y comprensivos. Este ejercicio, como el de otras funciones que debemos realizar, debe rodearse de una serie de valores morales que lo fortalecen.                                                                                                            La serenidad en el que ejerce la autoridad, hace que el mensaje llegue con mayor claridad a sus dirigidos. Y al mismo tiempo, el que tiene la autoridad debe poseer mucha paciencia, tanto para madurar un tipo de actuación como para esperar sus resultados.                                                                                                            En fin, una buena autoridad y un buen ejercicio de la obediencia son dos herramientas importantes para alcanzar el desarrollo, la armonía, el respeto y la paz en la convivencia social.                                                                                     La opinión del autor no coincide necesariamente con la de LatinPress.es fabriziodeluca823@gmail.com Colaboración especial para LatinPress®